Los mocosos salvajes: infancia y adolescencia en el cine de Truffaut

François Truffaut (París, 1932-1984) maduró la mirada cinematográfica sobre la infancia. Con honrosas excepciones (el Ozu de He nacido, pero…, el debutante Tarkovski o, sobre todo, dos de sus reconocidos referentes: Cero en conducta de Vigo y Alemania, año cero de Rosellini), el cine anterior apenas había tomado en serio a los niños, ignoró sus conflictos y los convirtió en títeres ternuristas al servicio de la (auto)complacencia adulta o los presentó sólo como víctimas secundarias. Con Los mocosos, mítico cortometraje que pregona la Nouvelle Vague (o al menos su vía naturalista), Truffaut enuncia ya una responsable poética de la infancia, desarrollada luego en tres de sus largometrajes esenciales, Los cuatrocientos golpes, El pequeño salvaje y La piel dura, en los que se ponen además en juego algunas de las claves de la educación y sus trances.

La calle

Son bien conocidas las circunstancias en las que Truffaut vivió su infancia y su adolescencia: la sombra de un padre ausente, la relación turbulenta con una madre despegada, la pésima trayectoria escolar concurrente con una gran pasión por la literatura y el cine, la deriva social hasta el cruce con su mentor, André Bazin. Es bien conocida su identificación con Antoine Doinel, el protagonista de Los cuatrocientos golpes (1959) y de otros cuatro filmes en los que el personaje va envejeciendo. Aunque son muchas las películas que sirven de vehículo al testimonio autobiográfico, es difícil encontrar en el cine otro héroe que responda a una proyección de identidad tan declarada y reconocible por parte de su creador.

Doinel podría considerarse, además, el héroe infantil del existencialismo. Escupido, vomitado a este torbellino de palabras y cosas que es el mundo, personaliza tanto y tan bien como pudo llegar a hacerlo Meursault la filosofía de la crisis, el desarraigo del ser humano contemporáneo, su carencia de certezas, su orfandad, su extranjería (aunque el personaje de El extranjero de Camus no tuviese derecho a la esperanza y Truffaut parece concedérselo al suyo al final de Los cuatrocientos golpes).

Antoine estorba. Siente, sobre todo en el contexto familiar, las molestias que origina su simple presencia. Sus padres charlan despreocupadamente delante de él sobre cuál será la mejor forma de “deshacerse” del niño en vacaciones. Duerme en un cuarto minúsculo, atestado de trastos. Se ve desplazado en su propio hogar, por lo que su espacio natural es la calle, esas calles de Pigalle que reflejan la vida moderna llena de riesgo y de aventura: la calle donde todo es posible, donde siempre hay un ritmo positivo subrayado en la película por la música de Jean Constantin.

Les mistons (en España se tituló Los mocosos), el corto que Truffaut rodó, casi como un ensayo, dos años antes de Los cuatrocientos golpes, transcurría también prácticamente en su totalidad en la calle. El final de esta bellísima peliculita desliza (para sus protagonistas y los espectadores) un valioso aprendizaje callejero, una experiencia que poco tiene que ver con aulas o pizarras.

En Los cuatrocientos golpes, las instituciones educativas aparecen como un ente represor en el que la autoridad familiar delega. Los profesores (en tanto que adultos) parecen hablar un idioma distinto al de los alumnos. Se presentan como ridículos obsesos de la disciplina y el academicismo o, en el mejor de los casos, como incompetentes administradores de una tutela que los padres no saben o no quieren ejercer.

Sus enseñanzas no conducen al verdadero aprendizaje, más bien lo obstruyen, lo coartan. Es muy ilustrativa la secuencia de la redacción. Los chicos se aburren cuando un profesor les obliga a memorizar y repetir los versos de los clásicos franceses, pero cuando Antoine descubre casi por casualidad a Balzac queda deslumbrado. Para cumplir el encargo escolar de una redacción, Antoine se encomienda a Balzac con auténtica devoción religiosa: le pone una vela a un retrato del escritor. Pero una vez más las circunstancias se desbocan y todo se confabula en su contra. Su homenaje al “santo” Balzac causa un pequeño incendio en casa y cuando le muestra la redacción a su profesor éste lo acusa de plagio. El acercamiento puro de Antoine al conocimiento termina así por perjudicarle, en una espléndida metáfora del perverso funcionamiento de los sistemas educativos rígidos.

Las jaulas en las que son encerrados los más pequeños del internado en el tramo final de la película concretan una imponente imagen de la escuela como cárcel.

La selva

Como Antoine Doinel, Victor de Aveyron, el protagonista de El pequeño salvaje (1969), no fue un niño mal tratado sino un niño no tratado. En las entrevistas promocionales de Los cuatrocientos golpes, Truffaut apuntaba siempre un referente histórico que habían utilizado para perfilar el personaje de Doinel: un experimento llevado a cabo bajo el mandato del emperador Federico II. Un grupo de niños fue criado por nodrizas que se encargaron de cuidarlos y alimentarlos sin brutalidad ni desprecio, pero sin una sola muestra de cariño, sin hablarles ni acariciarles. El resultado fue demoledor: todos los niños murieron muy pronto. Truffaut explicaba que al escribir el guión de ese primer largometraje suyo había imaginado cuál sería el comportamiento de un niño si hubiera sobrevivido a un tratamiento idéntico, en el umbral de los 13 años, los mismos que tiene Antoine en el filme.

Una década después iba a encontrar una posibilidad de extremar el abandono de Antoine Doinel en el documentado caso real de Victor, el adolescente encontrado en 1799 por unos cazadores en un bosque de Aveyron, en el Languedoc, cerca de los Pirineos franceses.

El bosque, la selva, fue para Victor el espacio de la libertad y el aprendizaje inmediato en cierto modo como la calle lo era para los niños de Les mistons o Los cuatrocientos golpes. Victor es selva; cuando lo buscan intenta camuflarse con las hojas caídas. Detrás del interés por esta historia, late la sintonía de Truffaut con cierto ideal roussoniano nostálgico por la inocencia perdida. La película hace referencias inequívocas a esa “felicidad” forestal y primitiva de la que el personaje ha sido arrancado. Pero trasciende el mito del buen salvaje para plantear una controversia en otro plano: la consideración de que Victor es salvaje porque es idiota o es idiota porque es salvaje. Frente al planteamiento del profesor Pinel, que defiende que ya era “idiota” cuando lo abandonaron (y que fue abandonado precisamente por eso), el doctor Itard (vocacionalmente interpretado por Truffaut) sostendrá que ha sido la falta de afecto y de contacto con otros humanos la que ha impedido el desarrollo de su inteligencia.

Pinel está muy cerca de los rígidos docentes caricaturizados en Los cuatrocientos golpes, mientras que Itard (cuya tesis se impone) representa un modelo de profesor muy distinto, entregado en cuerpo y alma a su discípulo y a la educación como una causa, como una fe. Ya que la civilización le ha arrebatado a Victor su inocencia, Itard siente la responsabilidad de dotarlo con las herramientas que lo guíen en su nuevo mundo, del que ya no podrá escapar: “aunque todavía no seas un hombre, ya no eres un salvaje”.

La piel

La confianza en las posibilidades de la educación sistematizada (aunque progresista) y en la responsabilidad de los educadores que se intuye tras un personaje como el Itard de El pequeño salvaje va a actualizarse en La piel dura (1976). Dos maestros muy diferentes sirven de nuevo para plantear una crítica pedagógica. La señorita Petit, muy preocupada por las formalidades (es muy clarificadora su primera aparición, en pleno empeño porque los niños reciten a Molière de memoria y “con nervio”), guarda una distancia con sus alumnos que le impide conocerlos, entenderlos y ayudarlos realmente. El profesor Richet, en cambio, se nos muestra siempre informal y cercano, hasta el punto de que no sólo lo vemos en la escuela sino también en su casa, como esposo, como vecino, mucho más allá de su rol docente.

En las clases, Richet es también muy distinto a Chantal Petit, mucho más abierto a la improvisación, a la participación de los alumnos y al intercambio de conocimientos entre ellos, donde el profesor apenas funciona como un orientador. Descubrimos la clave de la vocación de Richet en su larga intervención final y una vez más es inevitable vislumbrar en él la biografía de Truffaut: “porque guardo un mal recuerdo de mi juventud y no me gusta la manera que tienen de ocuparse de los niños es por lo que he elegido el trabajo que hago”. Si el rodaje de Los cuatrocientos golpes estaba demasiado cerca de las traumáticas experiencias del joven estudiante Truffaut como para considerar algún modelo positivo de enseñante, el largo monólogo del protagonista de La piel dura retrata a un educador ideal para el Truffaut de 1976.

La confianza en cierta educación oficial no implica en cualquier caso desprecio ni falta de admiración por la anárquica pureza de la niñez. Más bien todo lo contrario. Toda la película es un canto de amor a la libertaria poesía de la infancia, filmada de una forma muy naturalista, en coherencia con la responsabilidad que el director demandaba a cualquier director que se interese por los niños: “Como los niños ya traen automáticamente consigo la poesía, creo que se ha de evitar introducir elementos poéticos en una película infantil, para que la poesía nazca de sí misma […]. Para ser más concreto, yo encontraría más poética una secuencia en la que apareciera un niño secando platos que otra en la que el mismo niño vestido con un traje de terciopelo cogiera flores en un jardín con una música de Mozart de acompañamiento”[1].

La camaradería, el enamoramiento, el deseo o la curiosidad nutren esa poesía que la cámara de Truffaut recoge en sus películas infantiles. Y aunque La piel dura tenga un tono general amable también atiende la cara más sórdida de la convivencia entre niños y adultos, personificada en Julien.

Pero, siempre que los mocosos salvajes están por medio, recorriendo a gritos las calles de Thiers o de cualquier otra ciudad, a pesar de todo hay esperanza, parece decirnos Truffaut en la voz de Lydie, la mujer de Richet: “Los niños son muy fuertes, se burlan de la vida, son graciosos y además tienen la piel dura”.



[1] TRUFFAUT, François. “Reflexiones sobre los niños y el cine”. Publicado originalmente en Le Courier de l’Unesco, número especial ‘Niños’, 6 de febrero de 1975. Recogido en TRUFFAUT, François. El placer de la mirada. Barcelona: Paidós, 1999.


Texto de Juan Antonio Bermúdez,
publicado en el nº 2 de Cámara Lenta